La intrigante obsesión femenina por el agua, convertida en arte
El Museo de América inaugura una exposición dedicada al búcaro, uno de los objetos de lujo más demandados por las cortes europeas durante el virreinato


No hace falta prestar mucha atención para reconocerlos con frecuencia entre las pinturas del barroco español. Se cuelan con disimulo en lienzos de Sánchez Coello, en bodegones de Zurbarán e incluso, en primer plano, en Las meninas, obra maestra de Velázquez. Son esos pequeños —no siempre— objetos de barro cocido, en forma de vasija y veces adornados con pintura: los búcaros, popularizados a finales del siglo XVII y principios del XVIII y pronto convertidos en uno de los objetos de lujo más demandados en las cortes europeas.
Su origen práctico —por su porosidad mantenían el agua fresca y eran ideales para la costumbre de perfumar y saborizar el agua— trascendió hasta “convertirse en una obsesión, sobre todo de las mujeres de la época”, explica Andrés Gutiérrez, director del Museo de América de Madrid. Y lo dice con conocimiento de causa: la organización que dirige custodia la colección más importante del mundo —por su tamaño y variedad— de estos objetos de barro, un conjunto originariamente de 5.000 piezas, pertenecientes a la condesa de Oñate. “Una sola persona no puede estar usando los 5.000 búcaros constantemente, entonces, ¿qué sentido tiene?”, cuenta Gutiérrez. Para responder su duda, hizo suya la obsesión de las mujeres dieciochescas y empezó una investigación sobre búcaros, sus orígenes y usos, y sus técnicas decorativas, que ahora traduce en una exposición, Búcaros. Valor del agua y exaltación de los sentidos en los siglos XVII y XVIII, que se inaugurará este jueves en el Museo de América.
“La importancia de los búcaros no solo es el uso práctico sino también el uso simbólico que tienen. Tenían un valor de poder y prestigio”, concluye el director, esquivando piezas de barro “a cascoporro” en la exposición que él mismo comisaría. Lo primero que encontrarán los visitantes al entrar a la sala es un enorme retrato ecuestre de un virrey, símbolo del poder del virreinato. “Es lo que se espera ver en cualquier exposición sobre virreinato”, bromea el comisario. Pero lo que hay detrás de la pared que recibe las primeras miradas es, sigue Gutiérrez, “un espacio femenino, dedicado a los usos femeninos relacionados con las cerámicas”, que muestra las dinámicas de poder entre mujeres. Y es que la posesión y colección de los objetos de barro era casi exclusiva de las mujeres poderosas de la época. “Se convirtieron en referentes del lujo y del buen gusto a nivel internacional en todas partes. Las mujeres nobles los mostraban en escaparates y gabinetes”, afirma el director del museo.

Con esta idea como eje, la muestra revela también elementos distintos de la sociedad virreinal. Gutiérrez hace énfasis en uno particular: la circulación de objetos entre virreinatos. “Siempre pensamos que de México se viene a España, pero de México se iba a Nápoles, de Nápoles se iba a México; de Madrid se iba a Nápoles o de Nápoles a Madrid, y viceversa”, explica. Aunque se solía creer que estos objetos llegaban exclusivamente desde México, fabricados por artesanos indígenas, el investigador asegura que, en realidad, tiene orígenes diversos: Panamá, Chile, Portugal, y que su fabricación también pasaba, muchas veces, por las manos de las monjas en los conventos.
De hecho, los búcaros surgen en Portugal a finales del siglo XV y de ahí empiezan a imitarse en otros espacios alrededor. “Ya había referencias de cronistas de que los mercados prehispánicos vendían cerámicas vistosas y aromáticas. Pero luego empieza una adaptación de lo que ya existía para venderlo en todo el mundo”. En la muestra pueden verse las diferencias: “Las que tienen esas abolladuras características y que siempre hemos pensado que son mexicanas, en ralidad son portuguesas, porque están hechas con tornos y los indígenas no usaban tornos”, señala el comisario.
A pesar de su relevancia, los búcaros nunca han sido muy conocidos o estudiados en el mundo del arte, pero hay un elemento llamativo que los involucra que sí que ha sido discutido. Sus usos son múltiples: jarrones, floreros, tinajas, jarras o vasos para beber agua. Pero también, comenta Gutiérrez como si nada, “con las fuentes históricas del siglo XVII vemos que se comía”. Vale la pena detenerse en la frase. ¿Las mujeres de entonces eran asiduas a comer barro? Los investigadores coinciden en que sí: un habito conocido como bucarofagia del que hay pruebas en distintos documentos. Una teoría aceptada es que lo hacían para hacer palidecer su rostro “por una cuestión racial o estética”, cuenta el director —bien lo decía Lope de Vega en El acero de Madrid (1608): “Niña de color quebrado, o tienes amor o comes barro”—, al tiempo que se opone a la teoría: “No era necesario, porque las mujeres se maquillaban”. “Lo que sí se sabe es que interrumpía la menstruación. Por lo tanto, lo consideraban un anticonceptivo. Y el otro uso era el sabor. Parece que realmente les gustaba”, sigue.

Pero no se detiene ahí y se aventura con la más acolada de sus teorías. “Estaban siendo poseídas por una bacteria”, bromea. Pronto explica su desconcertante afirmación: “La tierra mojada tiene un olor particular, que es el que permite a un camello detectar agua a kilómetros. La geosmina [sustancia química responsable del olor a tierra mojada] se activa a través del olfato y genera la necesidad de beber. Quizá, como la mujer históricamente era la encargada de recoger agua, la bacteria generaba en ellas la necesidad de comer el barro”.
No se sabe con certeza qué era lo que comían. Parece difícil imaginar que esas piezas de barro cocido pudieran pasar por la boca sin lastimar a nadie. ¿Machacado entonces? “Puede ser”, contesta el director del museo, aunque piensa que es más probable que “las mujeres cogieran los fragmentos y los chuparan porque lo que les gustaba era el aroma que contenía”. Eso, o que los “búcaros no estuvieran cocidos”. Lo que sí dice también la documentación, en palabras de nuevo de Gutiérrez, es que “las mujeres se opilaban”. Es decir, se les obstruía el intestino por el consumo de barro. Hay estudiosos que dicen que el pequeño bucarito (de Tonalá, en México) que una menina le da a la infanta Margarita —que padecía el síndrome de Albright, un tipo de pubertad precoz— en el cuadro de Velázquez era para que lo consumiera y evitara la menstruación.
En cualquier caso, más de centenar de supervivientes de las mandíbulas de las nobles mujeres —de extraordinaria belleza, independientemente de su valor histórico— poblarán, hasta mediados de octubre, una de las salas del Museo de América. “Esto va más allá de la bucarofagia”, zanja Gutiérrez, “se trata de un objeto que no es tan conocido y que por primera vez ponemos en valor”.
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