Dmitri Shostakóvich se despide de ustedes
El director de orquesta Andris Nelsons, aun a su pesar, acapara gran parte del éxito en el tramo final del ambicioso festival dedicado por la Gewandhaus al compositor soviético, que se cierra con un emocionante y extraordinario concierto de clausura


18 días después de comenzado (el pasado 15 de mayo) y tras 31 conciertos, dos representaciones operísticas, proyecciones de películas y documentales, encuentros con los artistas y actividades para niños y jóvenes, el Festival Shostakóvich de la Gewandhaus de Leipzig ha llegado a su fin. Es probablemente el más ambicioso que se ha dedicado nunca en Occidente al compositor ruso y aunque, por lógica, es muchísimo más lo que ha quedado fuera que lo que se ha programado, a muchos les habrá servido sin duda para hacerse una idea muy cabal de su grandeza, que se mantiene incólume medio siglo después de su muerte. Cierta vanguardia siempre lo ha denigrado, pero un público extremadamente culto como el de Leipzig, la ciudad donde vivieron Bach, los Schumann, Mendelssohn o Mahler, donde nacieron Wagner o Hanns Eisler, donde estudiaron Albéniz o Grieg, adonde siguen peregrinando estudiantes de todo el mundo, donde la música es un asunto muy serio, ha aplaudido fervorosamente sus composiciones estas dos semanas, aun las más difíciles, aun las más crípticas.
También Shostakóvich, como tantos músicos, visitó Leipzig. Lo hizo en 1950, con motivo de la 27ª edición de su Bachfest, el primero que se celebraba en la recién fundada República Democrática Alemana. La ciudad emblemática de Bach había caído de su lado, lo que convirtió a aquel festival en un acontecimiento no sólo musical, sino también político, una dualidad que se instaló también en la musicología alemana de aquellos años, con el compositor de El arte de la fuga casi siempre en medio del fuego cruzado. Shostakóvich llegó a la ciudad el 13 de julio como parte de una amplia delegación soviética integrada por 27 personas. Su prestigio lo llevó a presidir el jurado del concurso asociado al festival, en el que se alzó victoriosa una joven compatriota llamada Tatiana Nikoláyeva. Al final, como sustituto en el último momento de una indispuesta Mariya Yúdina (nada menos), el compositor acabaría tocando con ella y con Pavel Serebriakov el Concierto BWV 1063 de Bach.
El dominio que demostró su joven colega de El clave bien temperado, y la cercanía de los escenarios en que vivió Bach los 27 últimos años de su vida, provocó que, de vuelta en su país, Shostakóvich empezara a alumbrar su propia colección de 24 preludios y fugas en todas las tonalidades mayores y menores, aunque no los ordenaría en progresión cromática ascendente, como hizo Bach, sino siguiendo la secuencia del círculo de quintas, la opción elegida por Chopin o por él mismo en sus Preludios op. 34: el alfa coincide, pero no el omega. Su op. 87 vio la luz entre el 10 de octubre de 1950 y el 25 de febrero de 1951 (Shostakóvich fue anotando cuidadosamente la fecha en que finalizaba cada díptico), un logro extraordinario si tenemos en cuenta la inmensa dificultad técnica de la mayoría de las piezas. Un viejo profesor de filosofía solía decir en clase que escribir un libro titulado Crítica de la razón dialéctica, emulando la Crítica de la razón pura, podía ocurrírsele únicamente a un genio o a un loco. Cambiemos a Kant por Bach y a Sartre por Shostakóvich –un pasatiempo nada descabellado, tampoco cronológicamente– y decida cada uno si este último es más merecedor del sustantivo o del adjetivo. El siglo XX nos regaló otros ejemplos: el retrato de Inocencio X de Velázquez transfigurado por la pintura desgarrada y violenta de Francis Bacon; las peripecias de Leopold Bloom en la moderna Odisea dublinesa que aspira a ser en última instancia Ulysses de James Joyce; o, por volver a la música, las Kammermusiken de Paul Hindemith, modeladas a imagen y semejanza de los Conciertos de Brandeburgo de Bach. Este es el contexto en el que hay que situar la intrépida gesta de Shostakóvich en pleno ecuador del siglo pasado.

Una de las conclusiones que ha ido imponiéndose tozudamente estos días –para quien no la tuviera aún interiorizada– es que Shostakóvich fue, quizá por encima de todo, un contrapuntista genial. En sus obras, da igual que se trate de una sinfonía, un cuarteto, un concierto con solista, una canción o una pieza para piano, abundan, por ejemplo, los pasajes compuestos en contrapunto a dos voces, a la manera de las Invenciones de Bach: punctum contra punctum, literalmente. Como el –quizá– mayor maestro del contrapunto del siglo XX (un honor compartido precisamente con Paul Hindemith), el autor de Lady Macbeth consigue resultados asombrosos con la forma más elemental de polifonía. Y cuando su contrapunto se torna imitativo, como sucede en el Cuarteto núm. 8, en su Quinteto con piano o, por supuesto, en su op. 87, los resultados son deslumbrantes.
Shostakóvich compuso sus Preludios y Fugas op. 87 en unos años difíciles, en plena batalla contra el formalismo, y no fue nada sencillo convencer a las autoridades soviéticas o incluso a sus colegas de la valía artística de su empeño. De hecho, la obra tardó dos años en estrenarse y publicarse: basta oír unos pocos compases para darse cuenta de que estamos de nuevo ante el Shostakóvich privado, el menos oficialista, el más entroncado en la gran tradición europea, el heredero de un secular linaje polifónico, el músico amante de los retos puramente técnicos, como escribir la Fuga en Do mayor renunciando por completo al uso de alteraciones accidentales durante más de cien compases; o plantear el Preludio en Sol sostenido menor en forma de acaglia, con su imponente comienzo en octavas en el registro grave del piano; o escribir la Fuga en Fa sostenido mayor a cinco voces (la única de toda la colección) a partir de un sencillísimo sujeto que incluye repeticiones internas y que se mantiene dentro de los límites de un tetracordo (Fa sostenido-Si), muy en línea con algunos sujetos de fuga extremadamente austeros de Bach (como el de la Fuga en Do sostenido menor del primer libro del Clave bien temperado); o, en fin, introducir inequívocos guiños neobarrocos, como los constantes dobles puntillos del Preludio en Si menor. El arsenal de recursos de Shostakóvich parece inagotable.
Que pianistas jóvenes como Aleksandr Melnikov, Igor Levit o, ahora, Yulianna Avdeeva (los tres nacidos en Rusia, aunque instalados en Occidente) hayan decidido en los últimos años grabar esta colección y ofrecerla en su integridad en concierto resulta extremadamente revelador de que, por fin, hay una generación que se atreve a seguir los pasos de Emil Guilels, de Sviátoslav Ríjter o de la propia Nikoláyeva, intérpretes señeros de esta música. Avdeeva acaba de tocarla el pasado mes de abril en la Pierre Boulez Saal de Berlín (y antes, en marzo, en el Palau de la Música de Barcelona) y, como confesó después del concierto, hasta ahora la ha tocado siempre completa, un extenuante esfuerzo físico y mental: su recital del viernes duró exactamente tres horas. Justo ahora acaba de publicarse su grabación en el sello Pentatone, realizada precisamente en la Mendelssohn-Saal, la sala de cámara de la Gewandhaus, y en un encuentro con el público tras el concierto comentó que por primera vez va a tocar próximamente tan solo una selección de la op. 87, emparejándola con los Preludios op. 28 de Chopin, un hermanamiento natural: en 1927, un jovencísimo Shostakóvich obtuvo un diploma de honor tras participar en la primera edición del Concurso Chopin de Varsovia.

Adveeva, muy menuda y con manos pequeñas, se enfrenta a la lenta ascensión economizando al máximo los movimientos, con el torso siempre muy cerca del teclado, al igual que los dedos, que apenas se despegan de él. No malgasta un ápice de energía. Tardó un poco en calentar motores, en sentirse cómoda, pero mediada la primera parte empezaron a asomar destellos, como en las Fugas núms. 8 y 10. En las dinámicas fuertes suele mostrarse muy contenida, al igual que en las acentuaciones, donde se aleja de los cánones que solemos asociar a la escuela rusa: el marcatissimo de la segunda parte del sujeto de la Fuga núm. 11 raramente fue tal, por ejemplo. Se siente muy cómoda, sin embargo, en la música de una clara estirpe bachiana (las Fugas núm. 13, 20 o 24, cuyo sujeto aparece presagiado en el Preludio) y donde impartió su primera lección magistral fue en la Fuga núm. 16 o los Preludios núms. 20 o 23, inapelables de principio a fin. El público tuvo una actitud modélica, aunque también para él la escucha constituye una prueba muy exigente, y tan solo en un par de ocasiones, al final de las fugas núms. 15 y 21, rompió a aplaudir breve y espontáneamente, no sólo por la brillantez de ambas conclusiones, sino porque a esas alturas necesitaba ya algún tipo de cesura para volver a tomar resuello.
Esa misma mañana, el Cuarteto Danel había puesto fin a su interpretación completa de los cuartetos de cuerda de Shostakóvich. El viernes habían tocado el cuarto y el decimosegundo de la serie, dos obras crípticas, sobre todo este último, que coquetea con el atonalismo y roza incluso el dodecafonismo, repartiendo su peso de manera muy desigual entre sus dos movimientos, en favor del segundo. Y el sábado plantearon una suerte de resumen de toda la serie con los Cuartetos núms. 1, 10 y 15: el más amable y “primaveral” al decir del propio Shostakóvich; el que desplaza al centro de gravedad al último movimiento, precedido de un Adagio construido en forma de una acaglia estricta, un procedimiento compositivo que ya había utilizado el compositor en dos de sus anteriores cuartetos (núms. 3 y 6) y cuyo tema reaparecerá en el clímax del posterior Allegretto; y la sucesión implacable de seis movimientos lentos en Mi bemol menor que han de tocarse sin interrupción alguna entre ellos en la obra que cierra la serie.
El ambiente de desolación de este último cuarteto queda corroborado por la presencia de una Marcha fúnebre a modo de quinto movimiento. Hay levísimos centelleos, como el Do mayor del segundo tema de la Elegía inicial o el efímero Mi bemol mayor al comienzo del Epílogo, pero la música vuelve enseguida a ensombrecerse y lo último que oímos es el ritmo inconfundible de la marcha fúnebre. La indicación que escribe Shostakóvich en el antepenúltimo compás lo dice todo: morendo. No es inhabitual en sus partituras, pero en este último acorde del último cuarteto se reviste de un significado diferente. En muchos momentos, más que música escuchamos meros retazos, sin ilación alguna en el discurso, que se quiebra una y otra vez. Aunque han tocado estas obras decenas de veces, el Danel parece enfrentarse siempre a ellas por primera vez, lo que provoca une efecto catártico inmediato en el público. Arreciaron los aplausos, como en todas las sesiones anteriores y, para sorpresa de todos, después de una obra terminal, nihilista, sin secuela posible, como el Cuarteto núm. 15, Marc Danel anunció una pieza fuera de programa: el Moderato inicial del Cuarteto núm. 1. En vez de la muerte, una afirmación de la vida: la rueda volvía a empezar a girar. El eterno retorno.

Y en las dos últimas sesiones sinfónicas, Andris Nelsons ejerció como el gran maestro de ceremonias que ha sido durante estas dos semanas: el sábado, con la Orquesta del Festival (los jóvenes que se forman en las academias de la Sinfónica de Boston y la Orquesta de la Gewandhaus); el domingo, en el concierto de clausura, al frente de la centenaria orquesta lipsiense, con el español Javier Ayala-Romero como solista de oboe. En el primer concierto, la feble Sinfonía núm. 12 quedó olvidada tras programarse en la segunda parte el Concierto para piano y trompeta op. 35 y la Sinfonía núm. 9, dos dechados de ingenio, humor y concisión. Daniil Trifonov, que ya había tocado la parte del piano en sonatas, tríos, el quinteto y el Concierto núm. 2, fue un solista portentoso de la escritura enormemente exigente de Shostakóvich. Con su aspecto de eremita, a lo Jean Rondeau, el ruso no parece de este mundo: qué virtuosismo, qué precisión, qué entrega, qué desbocamiento (controlado). Junto con el trompetista Thomas Rolfs (solista de la Sinfónica de Boston), nos regaló una versión irresistible que desató el entusiasmo del público. Fuera de programa, tocó una pequeña fuga inédita de Shostakóvich, una de las tres que compuso para calentar motores antes de acometer la op. 87. Y en la Sinfonía núm. 9, sin un ápice de pompa o de retórica, Nelsons plasmó, con la complicidad de sus jóvenes músicos, toda la perfección formal, de cuño haydniano, de esta obra luminosa, optimista, esencial.

Lo aprendido en ella dejó su huella, sin duda ninguna, en la Sinfonía núm. 10, si bien en esta el planteamiento formal es mucho más ambicioso. Cuando empezó a componerla, Iósif Stalin estaba aún vivo; cuando la terminó, el monstruo ya había muerto y Shostakóvich, el superviviente, se autoafirma una y otra vez con las notas que se corresponden con las iniciales de su nombre y apellido: D-S-C-H (Re-Mi bemol-Do-Si natural). El anagrama no suena nunca a un gesto presuntuoso, prepotente o egotista: es más bien el grito de alivio de quien conocía tan bien el sabor acerbo de la angustia. Antes, en la primera parte, rompiendo la lógica musical y cronológica para finalizar con una nota de esperanza, oímos esa serie de reflexiones sobre la muerte que es la Sinfonía núm. 14. Con la ayuda de varios poetas (García Lorca, Apollinaire y Rilke entre ellos), una orquesta escuálida (una cuerda mínima –5/5/4/3/2–, una celesta y dos percusionistas) y dos cantantes (soprano y bajo), Shostakóvich nos ofrece otra obra testamentaria, terminal, desesperanzada, plagada de contrapunto a dos voces, lo más parecido que quepa imaginar a una lenta travesía nocturna por la laguna Estigia. Extraordinarios Kristīne Opolais y Dmitri Belosselski (Katerina y Borís en la producción de Lady Macbeth del distrito de Mtsensk que ha formado también parte del festival), que cantaron sus textos como sobrios oficiantes de un réquiem lóbrego y privado. Y un bravo final para el violonchelista Valentino Worlitzsch, magistral en sus expuestísimos solos.
Tras el tumulto de aplausos, que Nelsons derivaba una y otra vez hacia sus músicos, rehusando incluso salir al centro del escenario, el director letón decidió finalmente dirigirse al público, primero en un alemán muy balbuceante y luego en inglés. Visiblemente emocionado, dio las gracias a todos cuantos habían hecho posible el festival, desde Andreas Schulz, el director de la Gewandhaus, hasta la última persona que había trabajado no sólo estos días, sino durante los largos meses de preparativos. Confesó que, con mucha frecuencia, las lágrimas habían empañado sus ojos, presa de la emoción que le provocaba esta música (no olvidemos que Nelsons nació en una Letonia aún soviética). Y itió, emocionando a su vez a todos, que nos equivocamos al pensar que no volveríamos a vivir situaciones políticas e injusticias como las que amedrentaron en vida a Shostakóvich. Pero “el mal sigue estando presente” y la única manera de luchar contra él es con “la cultura, con la música y con la fraternidad y la unidad entre todos nosotros”. Muchísimos extranjeros han acudido expresamente a Leipzig a este festival, porque se oía hablar en muchos idiomas durante los intermedios: llegados de hasta 49 países, según la Gewandhaus, que cifra en treinta mil el número total de asistentes. Y pocas veces se ha vivido una comunión colectiva tan intensa con la música como la de estos días. Nelsons –el mejor y más completo director de su generación– ha sido el catalizador fundamental para conseguirlo, por más que él intentara desviar la responsabilidad con su habitual modestia. Al igual que hizo al final de los conciertos en que dirigió la Sinfonía “Leningrado”, el domingo también elevó en el aire la partitura de la Décima Sinfonía a fin de que Shostakóvich recibiera también la parte de los aplausos y aclamaciones que en justicia le correspondía.

La música del autor de La nariz seguirá sonando por todo el mundo no sólo durante otro medio siglo, sino sin límite de tiempo, porque ha demostrado de sobra que no tiene fecha de caducidad y ha sobrevivido con creces a la coyuntura histórica que la vio nacer. Andris Nelsons, sin ir más lejos, tiene previsto dirigir la Sinfonía núm. 10 este verano en el Festival de Salzburgo al frente de los Wiener Philharmoniker. Pero raramente tendremos el privilegio de volver a escucharla precedida de ese gran poema fúnebre que es la Sinfonía núm. 14. Hermanamientos, persistencias y concatenaciones como las de estos días tardaremos mucho tiempo en olvidarlos.
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