Los ochomiles, de la búsqueda de la aventura a consumo para turistas
Todo cambió cuando llegaron los primeros clientes al Everest. Hoy no hace falta ser un gran alpinista para afrontar las montañas más altas

Medio siglo después, Gerardo Blázquez y Jerónimo López serían capaces de reconocer los detalles de los escenarios que pisaron en el Manaslu, desde el lugar donde emplazaron el campo base hasta las zonas de grietas y las laderas que más se cargaban de nieve, planteando siempre la misma duda: ¿se nos vendrá encima? Podrían incluso recuperar la sensación de soledad, de inmensidad, de esperanza y peligro así como la euforia incrédula de la cumbre alcanzada. No ha cambiado el Manaslu, pero sí su valor. Ya no es un lugar donde los alpinistas de vanguardia buscan una aventura. Es un destino turístico. No se trata de una deriva, sino de la lógica de la evolución de la práctica del montañismo.
Antes que el Manaslu o que el Everest, el Mont Blanc fue un lugar terrible, un campo inmaculado en el que muchos nombres propios firmaron ascensiones de leyenda. También lo fueron el Cervino, el Vignemale o el Monte Perdido… todas cimas de referencia que hace tiempo ya dejaron de estar reservadas a las élites del alpinismo (y a las clases altas) para convertirse en objeto de peregrinación. Lo que un día fue considerado como la cima de la dificultad, dejó de serlo porque la evolución de la sociedad, de los materiales, la llegada de nuevos conocimientos, la información compartida, permitieron explorar nuevos retos, nuevas formas de expresión.
Hasta hace bien poco, moverse en la frontera de los 8.000 metros fue sinónimo de excelencia. El público no entendía que es más difícil escalar el Cerro Torre con sus modestos 3.128 metros que el Manaslu, de 8.163. Ed Viesturs, primer norteamericano con los 14 ochomiles, jamás escaló. “Lo mío es caminar, y esto es lo que hago”, solía explicar encogiéndose de hombros. Sin embargo, en 1975 apenas 14 personas habían contemplado el Himalaya desde la cima del Manaslu. Ocho de ellos eran japoneses, tres nepaleses, dos alemanes y un tal Reinhold Messner. Hace 50 años, colarse en la cima de la octava montaña más elevada del planeta era un asunto de verdaderos alpinistas. Ya no. La verdadera revolución de la comercialización de este tipo de montañas tiene que ver con un hecho que los pioneros no acertarán a comprender: ya no es necesario ser alpinista para afrontarlas.
El 19 de septiembre de 2024, Ty Andrews, un excorredor estadounidense de maratones reconvertido en trail runner, escaló el Manaslu en nueve horas y 52 minutos, dos horas menos que el anterior registro. Vestía como quien sale a por el periódico en un día desapacible de otoño, siguió y tiró escrupulosamente de la línea de cuerdas fijas colocadas por los trabajadores de la etnia sherpa, filmó trozos de su viaje, lloró en la cima, juró que amaba a sus padres y al día siguiente pedaleó sobre una bici estática expresamente transportada hasta el campo base para sus entrenamientos diarios. Se sospecha que jamás ha usado un piolet en su vida.
Muchos se preguntan cómo es posible que absolutos desconocedores de la alta montaña, hombres y mujeres sin experiencia ni autonomía alguna, puedan colocarse en las cimas de las montañas más altas del planeta. La industria les empuja. Todo empezó a cambiar a mediados de los años 90 del siglo pasado, cuando llegaron los primeros clientes al Everest. Después, las agencias de Nepal se limitaron a copiar el ejemplo europeo: sus sherpas son nuestros guías, sus helicópteros son nuestros teleféricos y refugios, sus campos base con wifi y todo tipo de servicios imaginables son nuestros Chamonix, Zermatt, Courmayeur… y las rutas normales de los ochomiles son técnicamente sencillas. Y, además, cualquiera puede borrar el espinoso y peligroso asunto de la altitud chupando generosamente de oxígeno embotellado. El verdadero freno es de tipo económico: poder pagar o no los servicios y permisos pertinentes.
Afortunadamente, el alpinismo de exploración, el del compromiso y la búsqueda de la dificultad sin atajos sigue vivo, ajeno a las modas comerciales, atento a no desviarse de una esencia que un día encarnaron Gerardo Blázquez y Jerónimo López.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad , así podrás añadir otro . Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
