La victoria en la París-Roubaix para Mathieu van der Poel, la gloria para Tadej Pogacar
Una caída a 37 kilómetros priva al esloveno de disputarle el triunfo al holandés, que se impone por tercera vez en el Infierno del Norte


El Norte pobre y obrero que retrató Agnès Varda, y convirtió en poesía triste y hermosa sus casas de ladrillo, crisis industrial, calles oscuras, paro, alcohol, encuentra su orgullo y su destino en la París-Roubaix, y allí nacen los héroes, y extiende una alfombra roja a Mathieu van der Poel y honra a Tadej Pogacar, que cae en mitad de la pelea, se levanta y se rinde, derrotado como ellos por un futuro sin inteligencia ni sensibilidad.
Gana Mathieu van der Poel, el príncipe del ciclismo, pura clase, fuerza, estilo, manos limpias, sin guantes, doblados los codos a escuadra, y su boca, sus labios finos, es un rictus de hambre, rabia, y los libros consignarán que es, tras el Octave Lapize, aviador mártir de la Primera Guerra Mundial, bigotes de nuestros bisabuelos, y sco Moser, heraldo de las transfusiones de sangre, antecesor de la EPO, el tercer ciclista que gana tres años seguidos la reina de las clásicas, el Infierno del Norte que Pogacar —pastor de las cabras que triscan entre los adoquines la hierba húmeda, efímera, por el rocío, cabra él mismo, GOAT, el más grande de todos los tiempos— prometió convertir en su paraíso, y terminó siendo su martirio. Y su muñeca izquierda, tiesa, inmóvil en la maneta, sangra y tiñe rojo sus guantes arcoíris.

Van der Poel marcha ya solo en lo alto del pavés, como los campeones. Manos desnudas abajo, clásico. Es tan hermoso su pedaleo, su cuerpo inmóvil, el pequeño ímpetu de sus grandes hombros, que parece altivo. Los espectadores han oído que marcha solo porque a 38 kilómetros ha caído Pogacar, despistado por unas motos mal aparcadas, y algunos insultan al nieto al que Poulidor profetizó campeón, o le tiran agua a la cara, como si fuera un ladrón.
Curva en ángulo recto en mitad del sector nueve, Pont-Thibault à Ennevelin, tres estrellas, un respiro pasado Mons en Pévèle, camino del Carrefour de l’Arbre. Momento para parar y procesar, mecánica del pensamiento de los humanos que no entiende Pogacar, excepcional en ello también. Pogacar vuela, pedalea en una nube, flota sobre el pavés y hace lo imposible fácil, pero no domina la física, es humano, a su pesar, ante la fuerza centrífuga que le envía a la hierba contra las vallas publicitarias, rueda y se levanta. Y Van der Poel ya es una estela delante. No hay polvo. No hay futuro. Los 15 segundos que pierde en la caída crecen, se multiplican. El impulso del ganador, por delante; la pesadumbre del derrotado, detrás. La victoria y la gloria.
Las piedras están húmedas, Todo es limpio. Nítido. Como las palabras de Van der Poel, que antes de cruzar, ganador, la meta en el velódromo hace la señal de tres con los dedos de la mano derecha en alto, y unos centímetros antes incluso, se baja de la bici y luego la levanta en alto. Se besa con su chica y cuando, pasado más de un minuto cruza la meta Pogacar, segundo, se acerca a él y le abraza, y reconoce su valor, y su pelea. Cojeando, tanto le duele el cuerpo, una mano en la cadera derecha, que cruje, Van der Poel, 30 años, octavo Monumento en su contador, segundo de una primavera en la que ha ganado también San Remo y ha sido tercero en el Tour de Flandes, y en ambos tras duro combate con el esloveno tan grácil, se sienta ante un micrófono y habla. “Ha sido una carrera durísima, cómo he sufrido”, dice. “Es una pena que Tadej cometiera ese error en la curva. Ya me tocó irme solo, y quedaba aún mucho, y con el viento de cara. Creo que calculó mal. Íbamos muy, muy rápido. Fui lo suficientemente rápido como para salvarlo y no sé qué pasó después porque ya había hecho hueco y no podía esperar, tuve que ir a por todas. Eso es parte de las carreras. Si no, seguro que nos la habríamos jugado al sprint, porque ninguno habría podio soltar al otro. Pero esto es cien por cien el ciclismo, cien por cien Roubaix”.

Pogacar entra por primera vez en el Infierno y lo hace sin miedo en la llamada trinchera de Arenberg, entre cantos de pájaros empapados en los árboles y el ronroneo de los helicópteros. Entra el primero y acelera. Como un buen director de orquesta, ya marca el tono y el ritmo de la sinfonía, ataques y ataques y solo Van der Poel le responde y le contraataca. Los demás observan, pelean, sufren, aplauden espectadores de otro día mágico, otro match intenso entre los dos mejores del siglo en la carretera. Otro San remo. Otro Flandes. Otra emoción, y es la misma, y el corazón acelerado. El Infierno es el asfalto, donde Van der Poel sorprende a las ruedas gordas de la Colnago del esloveno, que pierde capacidad de aceleración en liso y la recupera en las piedras, en Mons en Pévèle ya, y a 45 kilómetros ya solo quedan ellos dos en pie, tan duros han sido los golpes. Philipsen, el compañero de Van der Poel, el último acompañante, ha desistido.
Gafas de montura rosa Giro, las mismas de Flandes. Culotte negro ajustado de minotauro en el laberinto de los campos de colza altas las plantas amarillas, patatas recién sembradas, remolachas aún, no blanco de cabra. Como Van der Poel el año anterior. Elegancia y arcoíris. Y una alucinación. “Vi las motos paradas en la curva y pensé que iban rectas, y no vi a ninguna tomar la curva. Viento de espaldas, a toda velocidad, me encontré con la curva que no esperaba. Iba muy deprisa. Demasiado deprisa”, dice, sincero, Pogacar, que asume el error como en marzo asumió la caída en la Strade que dio a su victoria un tono de epopeya inesperado. Cambia de bicicleta. Pedalea de nuevo. “Era un desafío que tenía que afrontar. No tenía buenos recuerdos de Roubaix de cuando la corrí de júnior y quería crear buenos recuerdos. Quería ganar, Mathieu es un gran campeón y uno de los mejores ciclistas del mundo. Competir contra él es un gran honor. Si fuera un niño, él sería mi ídolo”.
Fue la tercera carrera del siglo para los aficionados, pero para Van der Poel la número uno sigue siendo su victoria en San Remo hace menos de un mes. Y en Van der Poel, también, crece la iración hacia Pogacar, a quien eleva a los altares. “Todos sabemos lo increíble que es Tadej como campeón. Lo que ha hecho aquí en su primera Roubaix no me sorprende, pero tampoco es normal. Es un talento excepcional. Seguro que lo veremos el año que viene para tomarse su venganza”.
Y Pogacar ya se ha metido en la ducha y piensa en su próximo desafío, la Lieja dentro de dos semanas, y en que ya entrará otro elemento en la ecuación de campeones, Remco Evenepoel, que regresa a la competición siete meses después, el inicio retrasado de una temporada marcada por su choque con la puerta de una furgoneta de correos en enero.
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