Por qué el juego no debe ser solo cosa de niños
Un menor no necesita de un gran entorno para jugar, tan solo precisa de un espacio preparado para sus necesidades evolutivas y madurativas. Los adultos también obtienen beneficios de divertirse: disminuye el estrés y les conecta con habilidades que quizás creían perdidas


Cuando se habla de juego se tiende a pensar en tiempo libre, en una actividad que realiza el niño tras finalizar aquellas pensadas como obligatorias o imprescindibles. Es decir, jugar es, en muchas ocasiones, considerado como el ocio del menor. Pero no es tan simple, porque el juego es el medio a través del cual descubre el mundo que le rodea. Es su manera de familiarizarse con el entorno, explorarlo y comprenderlo. Mediante él, potencia su desarrollo integral, y adquiere la gran mayoría de los conocimientos y las habilidades que sentarán las bases para su desarrollo vital. Unas habilidades que le servirán para llevar a cabo distintos hitos y lidiar con situaciones imprescindibles de su día a día, tales como habilidades de motricidad gruesa y fina, estrategias de comunicación y socialización, el desarrollo de la inteligencia emocional o de la autonomía personal.
Con el juego, el menor puede practicar y asimilar nuevos aprendizajes de una forma lúdica y atractiva, sin sentir que todo ello implica un gran esfuerzo o un aprendizaje arduo. El juego es un derecho del niño, gracias al cual experimenta, descubre, conoce, siente y percibe el mundo con sus sentidos. Y lo hace de una manera personal e individual, viviendo este proceso de forma única; pero, a su vez, siendo este universal, ya que está presente en todas las épocas y culturas, y es una cualidad innata al ser humano, no necesita de explicación, ni puesta en marcha, sino que es el niño quien descubre por sí mismo cómo jugar.
Es por todo ello que el juego tiene un valor incalculable para la infancia y para el desarrollo global del ser humano, y como tal fue reconocido en el año 1959 en la Declaración de los Derechos del Niño por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Pero no fue hasta 1989 cuando esta aprobó por unanimidad la Convención sobre los Derechos del Niño, donde se reconoce, en el artículo 31, “el derecho del niño al descanso y al esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad y a participar libremente en la vida cultural y en las artes”. Además, desde 1999, cada 28 de mayo se celebra el Día Internacional del Juego, una iniciativa que nació desde la Asociación Internacional de Ludotecas.
El juego es inherente a la infancia, ya que es en esta etapa cuando se convierte en su actividad por excelencia. El cerebro desarrolla distintos tipos de juego en función de su edad y madurez, y es importante proporcionar a los niños elementos y materiales que favorezcan aquello que son capaces de hacer de forma innata. Los principales tipos de juego son: el funcional, el motor o de exploración, el simbólico y el de reglas. Los menores adquieren habilidades muy útiles a través de él como son la empatía, el compañerismo, aprenden a compartir y cooperar, autonomía o la resolución de conflictos.

También les permite organizar muchos pensamientos, dar voz a distintas situaciones que viven, expresar y mostrar emociones y sentimientos, por lo que es parte fundamental de la adquisición y puesta en práctica de la inteligencia emocional. Por todo ello es muy importante fomentar que este sea independiente y libre, donde los adultos actúen como observadores y aprendan de los niños a los que acompañan. Su forma de jugar puede aportar mucha información sobre cómo son, qué les preocupa, qué les gusta o qué sienten.
¿Qué se necesita para jugar?
Lejos de lo que muchas veces se cree o fomenta, un niño no necesita de un gran entorno para desarrollar un juego rico y constructivo, sino que tan solo precisa de un espacio preparado para sus necesidades evolutivas y madurativas, protegido de posibles peligros y con pocos materiales o juguetes. Todo ello favorecerá su creatividad, su participación activa, su capacidad para imaginar, pensar y razonar.
Aburrirse forma parte también del juego y, por lo tanto, del desarrollo natural del menor, por lo que es necesario permitir tiempos vacíos de estímulos, donde el niño organice su actividad, fomente su exploración, el descubrimiento y guíe su aprendizaje.
Pero el menor no es el único que aprende y disfruta, sino que aquellos que continúan jugando en la edad adulta también reciben sus beneficios, tal y como sostiene el médico y psiquiatra Stuart Brown, fundador del Instituto Nacional del Juego en Estados Unidos. Brown dedica su vida profesional a promover la importancia de seguir jugando en la vida adulta y ofrece conferencias por todo el mundo sobre sus ventajas.
También existen diferentes estudios realizados por psicólogos y expertos en la materia, tanto en la Universidad de Hong Kong [Influence of play on positive psychological development in emerging adulthood: A serial mediation model, 2022], como en Suiza [The well-being of playful adults: Adult playfulness, subjective well-being, physical well-being, and the pursuit of enjoyable activities, 2013], que avalan que aquellos adultos que juegan de manera habitual experimentan una vida más satisfactoria. Además, según esas investigaciones, aumentan su inteligencia emocional y su capacidad de resiliencia, además de mejorar su forma física. Y concluyen que jugar aumenta los niveles de dopamina, experimentando así una sensación de bienestar, calma y placer, y que el juego puede servir como fin terapéutico, ya que disminuye los niveles de preocupación y estrés.
Por lo que el juego no es solo cosa de niños, sino que también permite al adulto conectar con habilidades que quizás creía perdidas u olvidadas, incluso pudiendo ser una oportunidad única y enriquecedora para adquirir nuevas capacidades, disfrutando en familia de un tiempo compartido de diversión y confidencias.
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