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tribuna
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Injusticia contra injusticia

Jamás la revancha había circulado con tanto prestigio entre la clase política mundial

Varios palestinos caminan entre las ruinas provocadas por la ofesiva israelí en el campo de Al Shati, en la ciudad de Gaza el pasado martes.

Uno de los signos de nuestro tiempo es la centralidad de la idea según la cual es legítimo compensar una injusticia con otra injusticia. Para evitar confusiones: lo que resulta novedoso no es la idea, sino su lugar preponderante, a ratos indiscutible, en la esfera pública. Para evitar más confusiones: la idea casi nunca se formula de forma explícita. Pero está implícita en los hechos.

Y tal vez el ámbito donde con mayor impudicia reina es en el de la política internacional. El punto de inflexión, en este sentido, lo marcó seguramente la invasión de Irak en 2003. Era una acción ilegal. Pero se llevó a cabo igualmente. Putin tomó nota. Estados Unidos quería imponer unas reglas al mundo que Estados Unidos mismo se saltaba. Era una injusticia. Así que había que ir compensándola poco a poco con otra injusticia: la expansión rusa, primero en Georgia en 2008, luego el primer round contra Ucrania en 2014 y luego el segundo en 2022. No hablo de las causas de la deriva neoimperialista de Rusia. Hablo del discurso de legitimación de sus acciones. Y este es simple en su brutalidad: si los gringos violan las reglas, violémoslas nosotros también.

En un número a mitad de la década de 2010 de la revista del Estado Islámico, se citaba, con aprobación, un discurso de George W. Bush en el que decía que no había zonas grises en la guerra santa: éramos nosotros frente a ellos. Esta era la verdadera cara de Estados Unidos, no la de un sistema internacional de reglas. Tras fracasar en la ONU a la hora de amparar la invasión en el derecho internacional, Bush había revelado que, en el fondo, veía el mundo como el Estado Islámico o Al Qaeda: el mundo era un lugar sin reglas. La única diferencia era que Bush lo veía desde la trinchera de enfrente.

Putin comparte la misma visión del mundo que el Estado Islámico y, por tanto, que el verdadero Bush. A esta manera autodestructiva de ver el mundo se ha sumado Trump. En un mundo anómico, desprovisto de reglas, se cree que sólo se puede luchar contra las injusticias respondiendo con otras injusticias.

Pero ninguna injusticia se compensa con otra injusticia. Esta es una idea que al menos durante un tiempo solo se negaba en los márgenes de la vida pública: formaba parte del discurso sectario, por ejemplo, del terrorismo. Ahora ya no. Ahora ocupa un lugar mucho más central y es transversal. Está presente en parte del discurso interno del antiimperialismo gringo: al imperialismo gringo lo equilibra el neoimperialismo ruso. Está presente en el griterío de los batallones contra la leyenda negra de España: ante la hegemonía cultural heredada del imperialismo inglés hay que reivindicar el antiguo imperialismo español. Está presente en la justificación de la masacre de Gaza: a la barbarie de Hamás la compensa la barbarie de Netanyahu. O al revés: a la barbarie del apartheid israelí la compensa la barbarie del 7 de octubre de 2023. Está presente en el rojipardismo español y occidental: a la precarización de la vida de la clase trabajadora occidental debido a la rapaz deslocalización de la industria le siguen políticas terribles en los países occidentales contra la inmigración. O está presente en la crítica a la privatización de la sanidad: la perversidad del funcionamiento de las aseguradoras queda compensada por la ejecución de un CEO de una aseguradora en plena calle. Nada de esto es nuevo, insisto. La novedad es el lugar central que ocupa el discurso legitimador de la injusticia para combatir la injusticia en la esfera pública.

Las injusticias ajenas sirven para legitimar las propias. Y entre las propias señorea, en nuestra época, la de la revancha. Jamás la revancha había circulado con tanta legitimidad y prestigio entre el mainstream político. Contra lo que, para mi asombro, dijeron algunos militares estadounidenses —entre ellos, nada menos que el supuestamente honorable general David Petraeus— tras la masacre de Hamás del 7 de octubre de 2023, no existe un derecho moral a la venganza. Tampoco jurídico: el ius in bello ite y ampara la legítima defensa —una respuesta violenta muy restringida— por parte de un país, pero no su venganza.

Cometer una injusticia para intentar compensar otra es convertirse en eco de esta última, no en su barrera de sonido. Al intentar legitimar la revancha simplemente añadimos más injusticia al mundo. Y un mundo progresivamente más injusto es un mundo, no nos engañemos, más peligroso para los radicalmente desfavorecidos, no para los privilegiados que pueden permitirse el lujo de saltarse las reglas. Y es que, como decía el filósofo Luigi Ferrajoli, un mundo con reglas es un mundo donde reina la ley del más débil, mientras que un mundo sin reglas es un mundo donde gobierna la ley del más fuerte.

En última instancia, no es solo que vivamos en la era de la revancha, como dice Andrea Rizzi en su lúcido libro titulado homónimamente. Es que hemos desprovisto a la revancha de su componente ilegítimo: antes se aceptaba que vengarse era irrefrenable, fruto de las bajas pasiones y, en suma, irracional. Pero sabíamos que era ilegítimo, que era una inmoralidad, que, aunque fuera explicable, vengarse era injustificable. Ahora se intenta legitimar la venganza, o sea una forma de injusticia, aludiendo a una injusticia previa. La era de la revancha es terrible. La era de la revancha legítima es un infierno.

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