Bajo llave en el Vaticano
Si aplicamos el ya casi inevitable eje conservador/progresista al cónclave, sorprendería que tras Francisco se recurriera a una figura de mera gestión de la Iglesia o de vuelta a la rigidez doctrinal


Cada vez que los cardenales emitan su voto no podrán eludir contemplar la espectacular escena del Juicio Final de Miguel Ángel de la Capilla Sixtina; frente a ella se ubica la urna, un recordatorio de la naturaleza profundamente espiritual del acto y de la responsabilidad que entraña. Pero se vota. Es también, por tanto, un acto político. Se supone que lo inspira el Espíritu Santo, aunque lo que importa al final es que algún cardenal acabe obteniendo dos tercios de los sufragios emitidos, por decirlo en la jerga a la que estamos acostumbrados. El hecho de que se desenvuelva en esta mezcolanza entre lo divino y lo humano, lo temporal y lo sagrado, es lo que hace a los cónclaves tan irresistibles. O que todo el proceso tenga lugar en uno de los escenarios más bellos del mundo y siguiendo un rito que hunde sus raíces en el siglo XIII. O que todo sea tan hermético e impredecible: no hay encuestas, ni programas, ni siquiera candidatos. Solo disponemos de supuestos papabili, seleccionados por los expertos en cosas vaticanas, raza similar a la de los antiguos kremlinólogos; o sea, que navegamos en la incertidumbre. Frente a todo esto, ceremonias como el funeral o la coronación de un rey inglés quedan casi como un acto vulgar.
La elección de un nuevo papa no es, empero, un mero acontecimiento para ser devorado por la cultura del espectáculo: afecta directamente a los más de 1.200 millones de católicos. Se trata de elegir al líder de una de las mayores religiones del mundo, alguien dotado, además, de auctoritas global por el mero hecho de ostentar el trono de san Pedro. Y luego está el contexto en el que nos hallamos, marcado por guerras, giros autoritarios y la glorificación de la ley del más fuerte, justo lo contrario de lo que predica el Evangelio. Este dato no podrá ser ignorado por los cardenales. Si aplicamos el ya casi inevitable eje conservador/progresista a la elección, sorprendería que después de Francisco se recurriera a una figura de mera gestión de la Iglesia o de vuelta a la rigidez doctrinal. Primero, porque el cuerpo cardenalicio está integrado en su gran mayoría por prelados designados por Bergoglio ―106 de los 135 cardenales con derecho a voto―, y habría que presumirles bastante sintonía con las premisas sobre las que este desarrolló su “mandato”. Y, en segundo lugar, por la propia proveniencia de muchos de ellos, claramente representativos del mundo en desarrollo y, por consiguiente, más propensos a ponerse del lado de los débiles y marginados.
El otro eje, italiano (o del primer mundo) o representativo de otras áreas geográficas, creo que tendrá menos influencia que la propia personalidad, carisma o valor espiritual de la persona que se considere adecuada para el cargo. Es lo que al parecer ocurrió en la propia elección de Francisco, que sobresalió en los debates del cónclave anterior. Hay que tener en cuenta que no se procede a votar sin más; antes de ello o entre una u otra votación se delibera sobre la situación de la Iglesia y sobre otras consideraciones espirituales y mundanas. Es decir, que ―siempre según los expertos― la performance de los candidatos posibles durante el cónclave es decisiva y este es un factor que contribuye a alterar las quinielas.
Apostaría, pues, por un candidato de continuidad con la fase anterior y dotado del coraje suficiente para seguir con los procesos de reforma de la doctrina. Y, sobre todo, para saber plantarse ante los nuevos poderes que consideran que la fuerza hace la justicia y carecen de la más mínima empatía hacia los que sufren. Pero ya saben que los politólogos somos malos profetas. Aquí, como en casi todo, reina la incertidumbre.
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