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Lecturas internacionales
Columna
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Drones para una estratagema victoriosa

Rusia cuenta con enorme superioridad pero ha olvidado la audacia y la sorpresa que ha demostrado Kiev para desequilibrar al enemigo 

Imagen de satélite que muestra la destrucción de los bombarderos rusos causada por los drones ucranios.
Lluís Bassets

El golpe ha sido humillante y devastador. La flota aérea estratégica de Rusia ha quedado súbitamente diezmada. Gran número de sus aparatos operativos, quizás la mitad, han sido destruidos o dañados en una audaz acción de los servicios secretos de Ucrania. Es indiscutible su carácter defensivo, puesto que eran bombarderos empleados en el lanzamiento de misiles sobre las ciudades ucranias. Pero la acción desborda la simple respuesta a los ataques sufridos en los últimos días, ya que los aviones destruidos tenían capacidad para transportar y lanzar artefactos nucleares. Aunque propiamente no sea una escalada, queda disminuido un elemento de la triada nuclear rusa (bombarderos estratégicos, lanzaderas terrestres y submarinos nucleares) que constituye el arma disuasiva de último recurso de la superpotencia.

Esta exitosa operación, denominada Tela de Araña, desequilibra de nuevo la guerra justo cuando Rusia avanza lentamente en el frente terrestre, castiga desde el aire a la población civil ucrania y exhibe la superioridad diplomática proporcionada por las afinidades inocultables entre Putin y Trump. Este golpe tan sorprendente contiene mensajes en todas direcciones. Liquida la legendaria profundidad estratégica rusa. Las armas son de fabricación ucrania. Sin dependencias exteriores ni autorizaciones de nadie. La inversión es ínfima en comparación con el coste de los aparatos destruidos. Cuestiona la superioridad territorial, demográfica y económica del ejército ruso.

También modifica la correlación de fuerzas y, en consecuencia, la marcha de la guerra y las condiciones de las conversaciones para el alto el fuego. Está claro que la guerra no está decidido, ni hay motivo para que Kiev negocie en posición de perdedor. Las pretensiones negociadoras de Putin, a partir de una propuesta de capitulación de Kiev, ya no se corresponden con las realidades sobre el terreno, que son las que suelen dictar las condiciones para la paz. Ucrania tiene derecho a atacar el entero territorio ruso, como Rusia se considera con derecho a atacar territorio ucranio. No es una guerra entre la OTAN y Rusia, sino entre Putin y Zelenski. Y Zelenski, al contrario de lo que le dijo Trump, tiene buenas cartas.

Los drones están jugando un papel determinante en esta contienda, tanto en los ataques sobre la retaguardia como en los frentes terrestre y marítimo. Compensan la superioridad numérica y la disposición de los mandos rusos a sacrificar a sus tropas. En el frente naval, han inutilizado la mitad de la flota del mar Negro y obligado a los buques todavía indemnes a refugiarse en un puerto fuera de su alcance. Cuenta asimismo el nivel de profesionalidad alcanzado por los servicios ucranios en la organización de infiltraciones, sabotajes y voladuras de puentes, que en el caso de la operación Tela de Araña han movilizado durante 18 meses recursos y personal dentro de Rusia. Su nivel de sofisticación solo tiene parangón con operaciones de los servicios israelíes como la introducción de buscas explosivos en las filas de Hezbolá para diezmar a sus cuadros militares.

Rusia cuenta con su enorme superioridad cuantitativa, a la que hay que añadir la cualitativa del arma nuclear, blandida en varias ocasiones hasta condicionar la actuación de los aliados de Kiev. Putin espera una victoria por agotamiento del adversario, y de ahí que se sienta cómodo en la guerra de desgaste, en la que la autocracia, sin obligación de rendir cuentas, siempre obtiene mejores resultados que la democracia. Abandonado a una presuntuosa seguridad, se ha olvidado de las enseñanzas de Sun Tzu, el clásico filósofo chino de la guerra, y de su arte supremo de la estratagema, basado en la audacia y la sorpresa para desequilibrar al enemigo.

Solo una vez Putin la ha usado. Fue con la invasión relámpago que pretendía llegar a Kiev y derrocar al Zelenski. No coló la ficción de unas inocentes maniobras, denunciadas a tiempo por la inteligencia de Washington, de forma que no pudieron alcanzar su objetivo las tropas de asalto que debían tomar el aeropuerto de Hostomel ni las columnas de tanques que marchaban hacia Kiev. Nunca más recuperó la iniciativa militar, aunque siempre la mantuvo en el plano geopolítico con su política de alianzas y la promoción de las extremas derechas en Europa y Estados Unidos. Es decir, gracias a la ventajosa amistad con Trump.

Ucrania, en cambio, reconquistó enseguida gran parte del territorio inicialmente perdido. Penetró en la región rusa de Kursk. Ha mantenido el frente durante tres años ante la superioridad numérica de unas tropas rusas de limitada capacidad de avance y nula preparación para grandes maniobras decisivas. Y ahora ha dejado atónitos a todos, enemigos y aliados, y meditabundos a los estrategas y filósofos de la guerra. Sabemos desde hoy que ninguna base militar, aérea o naval, no tan solo en Rusia, está a resguardo de ataques similares, ya no por parte de un país enemigo, sino de grupos armados no estatales.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).
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