Más allá del miedo: reconstruir la escuela desde lo común
Necesitamos políticas que propongan alternativas a los enfoques competitivos e individualistas y sean capaces de garantizar el bienestar de la comunidad educativa en su conjunto
De acuerdo con el Centro de Estudios Sociológicos el 65,8% de los españoles considera que su situación económica es buena o muy buena. Sin embargo, cuando se les pregunta por la situación general de España esta cifra desciende hasta el 29,9%. ¿Cómo se explica esta diferencia? La distancia que media entre ambas cifras tiene mucho que ver con el miedo. Los mensajes constantes sobre crisis, conflictos y amenazas hacen que percibamos el entorno como hostil y peligroso. Es un miedo que no necesariamente viene de la experiencia directa, sino de lo que oímos, leemos y vemos cada día. Y ese miedo acaba marcando cómo nos relacionamos con los demás y las decisiones que tomamos.
El miedo, de hecho, se ha convertido en una forma de vida para muchos, en parte por el sesgo informativo y por unos medios que amplifican contenidos con un alto contenido emocional, funcionando como caja de resonancia. Miedos a problemas reales, como las guerras, la crisis climática o el ascenso de la extrema derecha, pero también a amenazas percibidas, muchas veces exageradas o manipuladas para instalarse en el imaginario común. Hay un rédito en el temor: asienta prejuicios, inmoviliza la esperanza y desgasta la confianza en las instituciones y en los otros.
Así, el miedo se infiltra en cada esfera de nuestra vida deformando la mirada y desdibujando el sentido y la posibilidad de un nosotros común capaz de tejer confianza y pertenencia. Y estos miedos han llegado también a lo que más queremos, a la infancia y su educación. En una sociedad donde el miedo cotiza al alza, su eco resuena en cada rincón: los medios lo amplifican, la sociedad lo absorbe, docentes y familias lo padecen y, en silencio, los y las estudiantes lo heredan.
Las familias tienen miedo de que sus hijas e hijos no sean capaces de competir en el mercado laboral en una competición (amañada) que cada vez empieza antes, tiene más filtros y termina más tarde. Miedo a un sistema productivo que agota y en el que los tiempos de cuidados se consideran improductivos. Incertidumbre por no entender las reglas y demandas del sistema educativo. Miedo a no ser capaces de proteger a las criaturas que tantas renuncias les ha costado; de todos y cada uno de los riesgos que ven en los telediarios: las tecnologías, las adicciones o el bullying.
Las docentes también tienen miedo. Desde hace tiempo han visto cómo su trabajo se volvía más complejo, al mismo tiempo que sus condiciones laborales se deterioraban. Un empeoramiento que, a diferencia de lo que sugiere cierta retórica, no se ha traducido en mejoras para el alumnado. Las docentes tienen miedo de no llegar a todo, de no estar a la altura de las expectativas crecientes que depositan en la escuela la solución a todos los males de la sociedad. Miedo ante la judicialización de la vida pública y de la burocratización. Miedo a la mercantilización de la educación que resta oportunidades y configura la educación como un supermercado a la carta.
Y en medio de esta vorágine los y las estudiantes también tienen miedo ante un futuro incierto en el que nada está garantizado. Desapego por un sistema educativo que poco tiene ver con lo que viven a diario y que le manda en ocasiones mensajes contradictorios. Miedo a fracasar, a no cumplir con las expectativas de “alumno ideal”, a no ser suficientemente “listos/as”, “esforzados/das”, “participativos/as”, “activos/as”; un miedo que se expresa en forma de resistencia, rechazo, apatía, desmotivación o inseguridad, entre otras manifestaciones y que, en última instancia, se alimenta de un ciclo de exclusión que refuerza las desigualdades existentes.
Cuando escuchamos a un niño o niña decir que tiene miedo, ya sea a la muerte, a la oscuridad o a los monstruos, debemos entender que, aunque el objeto del miedo pueda ser real, percibido o imaginario, lo que realmente importa es que el miedo en sí es real y que tiene un impacto tangible. Este miedo nos paraliza, nos inmoviliza. Su fuerza apela a nuestros instintos primarios: protegernos, escondernos, huir. Cuando sentimos que no hay salida colectiva, que el futuro no nos ofrece certezas ni esperanza, el miedo nos empuja a refugiarnos en soluciones individuales como única vía ante una suerte de sálvese quien pueda.
Así, ante problemas estructurales, respondemos con lógicas defensivas: trazamos fronteras y culpamos al otro. En este contexto, decirles a los jóvenes que son la peor generación de la historia, a las familias que no se implican o que malcrían a sus hijos, y a los docentes que son unos privilegiados poco comprometidos no hace más que alimentar el malestar y generar guerras fratricidas en las que al parecer no podemos ganar todos. Abundan las críticas, pero escasean las propuestas constructivas y transformadoras. Un escenario ideal para el inmovilismo
Es legítimo que las familias “truquen” la carrera meritocrática comprando ventajas competitivas para sus hijos e hijas, que el alumnado utilice la IA para hacer los deberes o que los docentes huyan de los centros más complejos por no querer inmolarse por una causa incierta. La mejora del sistema educativo no puede recaer sobre las conductas individuales, la culpa o el sacrificio personal. Debe apoyarse en soluciones estructurales y políticas públicas que generen condiciones equitativas para que familias, docentes y alumnado puedan sentirse bien y ejercer su tarea educativa en igualdad de condiciones, con el bien común como horizonte.
Necesitamos políticas que propongan vías alternativas a los enfoques competitivos e individualistas del sistema educativo, y que sean capaces de garantizar el bienestar de la comunidad educativa en su conjunto, sin que las mejoras de unos impliquen pérdidas para otros. Creemos que se pueden mejorar las condiciones laborales del profesorado, asegurar que dispone de los medios necesarios para realizar su trabajo, facilitar la participación efectiva de las familias y ampliar los derechos del alumnado para que pueda aprender y desarrollarse en condiciones óptimas.
El miedo educativo no es fruto del azar; responde a intereses que lo alimentan y a un discurso inmovilista que se sostiene en la idea de que “todo va mal”. Frente al miedo, es urgente reivindicar la esperanza, lo común y la corresponsabilidad. Empatía, confianza, responsabilidad compartida y escucha mutua. No basta con exigir más implicación individual a familias, docentes o alumnado: hacen falta reformas estructurales que garanticen condiciones dignas, lenguajes compartidos y derechos ampliados. Instituciones que protejan, escuchen y cuiden. Solo así dejaremos de esperar milagros individuales y podremos construir respuestas colectivas. Porque la mejora educativa no vendrá de héroes solitarios, sino de comunidades que se cuidan y sistemas que se reforman pensando en el bienestar de todos y todas. En tiempos de incertidumbre, es más necesario que nunca mandar un mensaje de tranquilidad y trazar, juntas, un horizonte de esperanza que nos permita vislumbrar un futuro más justo para todas y todos, y nos equipe con las herramientas necesarias para construirlo.
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