Los 100 años de Rosario Castellanos: una vida comprometida marcada por la tragedia
México conmemora a la autora que dio voz a las mujeres con la reedición de sus libros, obras de teatro, exposiciones y conversatorios. Su legado literario y social sigue vigente en un país que no supera las injusticias y desigualdades


Si Macondo resuena como el lugar mágico donde ocurren milagros y habitan los fantasmas de la tragedia latinoamericana, Comitán, en el Estado de Chiapas, es el microcosmos de tensiones sociales, choques culturales y sometimiento de género que anuncia y denuncia la obra de la escritora mexicana Rosario Castellanos, que este domingo hubiera celebrado su cien cumpleaños. Ambos poblados, uno imaginario y el otro real, se convierten en territorios que advierten desde la literatura las tensiones que siguen presentes en el continente, pero es tal vez en ese espacio de opresión recreado por Castellanos donde quedó reflejado de manera más potente el silencio opresivo de las mujeres, el racismo y la marginalización de las culturas indígenas. Es la voz potente de una escritora comprometida con el cambio. “No puedes escribir lo que escribió Rosario Castellanos si no tienes una enorme sensibilidad”, dice Gabriel Guerra, único hijo de la escritora. “Tenía un enorme compromiso con temas que en su momento eran un tabú, mal vistos o que generaban ruido”, explica.
Ahora que se cumplen los cien años del nacimiento de Castellanos, el mundo de la política y la cultura se llena de homenajes. Se reeditan sus libros, estrenan obras de teatro, abren exposiciones en los museos y las academias organizan conversatorios sobre su creación literaria. Pero la autora hoy tan celebrada enfrentó en su tiempo un muro que le fue difícil destruir, el del machismo. “El mundo que para mí está cerrado tiene un nombre: se llama cultura. Sus habitantes son todos ellos del sexo masculino”, denunció. Es por eso que su obra fue pionera en alzar la voz contra la opresión de la mujer, tema que abordó en novelas hoy celebradas como Oficio de tinieblas y Balún Canán. “Confrontó al poder, y cuando digo poder, no solamente me refiero al Gobierno, sino al establishment, a los poderes fácticos, a los muchos machismos de los cacicazgos intelectuales”, afirma Guerra.
Y lo hizo con una imaginación desbordada de los recuerdos de Comitán, lugar convertido por ella en casi mítico, en el que tuvo sus primeros choques con una realidad colonial, donde sufrió sus tragedias personales y donde habitan sus fantasmas. La escritora nación en Ciudad de México el 25 de mayo de 1925, pero su infancia la vivió en ese poblado de Chiapas, al sur de México, una región empobrecida, desigual y donde entonces había una profunda división de clases, que aplastaba (y aún lo sigue haciendo) a los indígenas. “Éramos los amos, pero no lo sabíamos. Éramos los culpables, pero no lo sabíamos”, reconoció Castellanos en Balún Canán.

La poeta Sara Uribe, que ahondado en la vida de la escritora en su obra Materia que Arde (Lumen), recuerda en ella que Castellanos formo parte de un mundo marcado por las diferencias de clases. “Los hijos de los patrones recibían para su entretenimiento una criatura de su misma edad. Como ella misma la describió, esa niña a veces se convertía en compañera de juegos y otras tanto en mero objeto en el que el otro descargaba sus humores: la energía inagotable de la infancia, el aburrimiento, la cólera, el celo amargo de la posesión”, escribe Uribe usando citas de la propia autora. “Cuando Rosario se percató a cabalidad de que su cargadora era, en efecto, una persona, decidió, para el resto de su vida, no utilizar su posición de poder para humillar a otro”, cuenta Uribe.
Tan duro habrá sido aquel descubrimiento, que la escritora pasó buena parte de su vida con el compromiso de la causa indígena, denunciando el racismo estructural, la desigualdad y el avasallamiento. “Viajaba a la Sierra en Chiapas llevando teatro a comunidades indígenas apartadas. Hacía trayectos de dos o tres días en mula o a caballo para llegar a esas comunidades”, recuerda su hijo.
Si la opresión indígena despertó en ella un profundo sentimiento de compromiso, las tragedias personales la marcaron para siempre. Sus fantasmas son su hermano, Mario Benjamín, de quien ella reconoció que “nació dueño de un privilegio que nadie le disputaría: Ser varón”. El hermano menor, adorado por los padres y por quien Castellanos se sentía en un segundo plano, falleció por una obstrucción intestinal en 1933. “¿Por qué el varón, por qué el varón?“, lamentaron sus padres. Aquel niño nunca dejaría de poblar sus sueños.
Sus padres, que nunca superaron el fallecimiento del benjamín, murieron cuando Castellanos tenía 20 años, lo que representó, además de pérdida, una especie de liberación. Castellanos viajó a Ciudad de México, estudió Filosofía en la UNAM y se sumergió en el mundo de la literatura, publicando sus primeros poemas. Era una escritora incansable, disciplinada y ambiciosa. Su hijo recuerda el clac, clac, clac constante de la máquina de escribir de la madre, que marcaba un ritmo cotidiano y una advertencia: cuando ella estaba encerrada en su mundo literario, él no se acercaba. “Se encerraba un rato con la máquina de escribir a teclear. Y ahí hay un método que era como mi señal, porque cuando terminaba el ruido de la máquina ya me podía asomar. Podías estar con ella en esos momentos de escritura, pero sabías que te iba a ignorar y que te iba a voltear a ver con cara de estoy trabajando".

Guerra perdió a su madre a los 12 años. La versión que se ha conocido es que se electrocutó en su casa de Israel, donde fungía como embajadora de México designada por el presidente Luis Echeverría, al salir de la bañera con los pies mojados para arreglar el foco de una lámpara que no funcionaba. El hijo estaba de vacaciones en México, porque Castellanos insistía que pasara los veranos con su padre, el filósofo Ricardo Guerra Tejada, porque, dice, ella insistía en que mantuviera la figura paterna. “Era muy cariñosa, muy cálida, cercana, muy de leerme cosas, de contarme historias. Tengo, además, un recuerdo muy grato, muy cálido de los últimos años en Israel, donde estuvimos juntos porque ella fue muy feliz allá”, recuerda Guerra. Castellanos fue embajadora en aquel país durante tres años. “Fue una etapa muy productiva para ella, de mucha obra. Recuerdo a mi madre vibrante, contenta, feliz, emocionada de las cosas que estaba haciendo, escribiendo con mucha disciplina”, agrega.
La relación con el filósofo fue compleja, a pesar del amor y la iración que le profesaba, según revela su correspondencia. Algunos biógrafos de Castellanos, sin embargo, afirman que también había celos de parte de Guerra, así como resentimiento por la capacidad productiva de Castellanos y su éxito creciente. La pareja se separó, pero el hijo recuerda que fue “un divorcio muy civilizado, porque los dos fueron muy cuidadosos de preservar, mantener, promover mi relación con el otro. Es decir, mi papá jamás me hablaba mal de mi mamá. Mi mamá tampoco me hablaba mal de mi papá”, recalca.
Guerra rechaza la visión que se tiene de Castellanos como una mujer melancólica, triste, agobiada por fantasmas. “No comparto esa visión victimizante”, aclara. “La rechazo, porque me parece que deja de lado buena parte de su biografía, buena parte de su creación y la parte que yo viví, que conocí de ella. Tú no puedes ser un melancólico y ensimismado y estar en la sierra en Chiapas ayudando a las comunidades indígenas. Creo que con esas visiones buscaban por todos los medios posibles tratar de minimizar, reducir a las mujeres y qué mejor manera de hacerlo que decir: ‘Ay, es que estaba triste. Ay, es que era melancólica’. Es el fondo profundamente ofensivo, muy ilustrativo de esa visión patriarcal de que las mujeres están al final del día en el rincón de lo sentimental”, critica.
El hijo prefiere quedarse con la imagen de la mujer comprometida, la escritora incansable, la pionera del feminismo, la intelectual combativa, la poeta, la funcionaria y la diplomática. Una exposición en el Colegio de San Ildefonso hace un repaso de esa vida corta, pero intensa, que inicia con la máquina de escribir que Castellanos compró con esfuerzo, porque en aquel momento era una herramienta de trabajo cara, y por eso a la máquina la acompaña el recibo de compra porque, como dice su hijo, “era una mujer muy ordenada”.
La exposición reúne fotos, manuscritos, diarios, recibos de la compra, la obra literaria de la autora y su pasión por ayudar a los indígenas de México. “La exposición se basa en los pequeños detalles”, dice Juan Pablo López Quintana, investigador del Departamento de Exposiciones de San Ildefonso. “Queríamos mostrar esta parte humana y cotidiana de una escritora de su nivel, aunque lo más importante es seguir leyéndola, porque sus ideas siguen teniendo vigencia, con su punto de vista muy claro en la política, en las desigualdades y en las diferencias entre hombres y mujeres”, explica. Si Macondo es el lugar mágico donde ocurren milagros, el mundo de Rosario Castellanos, su Comitán, el que se expone en San Ildefonso, es el microcosmos del anuncio y la denuncia.

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