Flexi-democracia
Los desafíos políticos actuales se escapan muchas veces de lo que exigiría la más mínima coherencia


Que en estos momentos se está produciendo un movimiento de todos los sistemas democráticos hacia una clara preeminencia del Ejecutivo me parece que ite pocas dudas. En algunos casos por el giro populista de algunos líderes, a los que ahora nos gusta atribuir el carácter de “hombres fuertes”; en otros, como en nuestro propio país, por la combinación de las obvias dificultades en la gobernabilidad con la necesidad de adaptación a las nuevas contingencias políticas. Entre estas últimas se encuentran situaciones como el ultimátum sobre el aumento de los presupuestos militares, el intentar defender a los sectores productivos que se verán más afectados por los aranceles de Trump, o el mantener la coherencia ante el posicionamiento en el conflicto palestino-israelí, por mencionar algunas de las que ahora nos han estallado. Un Gobierno con firme apoyo mayoritario las iría resolviendo sin grandes costes de transacción política; el nuestro, por los motivos que todos sabemos, tiene que ir sorteándolos siguiendo la estrategia del palo y la zanahoria.
En una misma semana se ha visto en la necesidad de subir el gasto militar al 2% del PIB y, a la vez, rescindir el contrato de compra de armas con empresas israelíes. La ausencia del Presidente en los funerales por el Papa en Roma ya entraría en otra categoría, porque sería absurdo que respondiera a algo así como un gesto “izquierdista” —aunque atípico, el Vaticano es también un Estado— o, como sugieren algunos medios, por la misma presencia del Rey en los fastos.
Como puede verse, cada uno de estos supuestos mencionados responde a motivaciones varias, no siguen una pauta distinta a la necesidad de ir navegando las contingencias. Algunas de estas estaban ya previstas, como el famoso 2%, cuyo impacto cara a los socios del Gobierno se ha aminorado concentrando el aumento sobre partidas necesarias para la defensa pero no necesariamente “de armamento”, algo que se me antoja un tanto infantil, por mucho que sean inversiones también imprescindibles. En todo caso, aquí las consideraciones de razón de Estado prevalecían claramente sobre los aspavientos a su izquierda; no así el buscar satisfacer a Sumar anulando la importación de munición israelí.
Adónde quiero llegar con esto es a subrayar cómo los desafíos políticos actuales se escapan muchas veces de lo que exigiría la más mínima coherencia. Ya no existe algo así como una “política normal”; ahora hay que ir adaptándose a un mundo móvil, acelerado e impredecible en el que los Estados, además, ya no pueden hacer la guerra por su cuenta. Menos aún estando sujetos a compromisos supranacionales. En vista de ello, los compromisos electorales o los acuerdos de coalición quedan muchas veces como papel mojado. El resultado es la caída en algo que podríamos calificar como democracia elástica o flexible, marcada por la incertidumbre y la necesidad de actuar al albur de los acontecimientos. Si esto coincide a la vez con una situación de creciente fragmentación de los sistemas de partidos, hay que plantearse muy en serio la habitual política de vetos o el poner consideraciones partidistas —¿ideológicas?— por encima de la necesidad de actuar en una determinada dirección. Porque es bien cierto que el elemento de la flexibilidad se manifiesta también en el recurso a atajos en los procedimientos de toma de decisiones, como el abuso del decreto-ley o las proposiciones de ley.
Esta última consideración debería conducirnos a una toma de conciencia de los peligros que para el sistema democrático puede tener el suplir la ausencia de consenso por consideraciones de otra naturaleza. Por ejemplo, lo lógico es que el aumento del presupuesto de defensa se incorpore a un presupuesto ordinario y que este sea debatido y aprobado en el parlamento. La política flexible nunca debería ponerse por encima de la salvaguarda de las instituciones.
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